En torno al lenguaje (1984)
YO PERTENECÍA a un pueblo de grandes comedores de serpientes, sensuales, vehementes, silenciosos y aptos para enloquecer de amor. Pero mi raza era de distinto linaje. Escrito está y lo saben -o lo suponen- quienes se ocupan en leer signos no expresamente manifestados que su austeridad tenía carácter proverbial. Era dable advertirla, hurgando un poco la historia de los derrumbes humanos, en los portones de sus casas, en sus trajes, en sus vocablos. De ella me viene el gusto por las alcobas sombrías, las puertas a medio cerrar, los muebles primorosamente labrados, los sótanos guarnecidos, las cuevas fatigantes, los naipes donde el rostro de un rey como en exilio se fastidia.
Mis antepasados no habían danzado jamás a la luz de la luna, eran incapaces de leer las señales de las aves en el cielo como oscuros mandamientos de exterminio, desconocían el valor de los eximios fastos terrenales, eran inermes ante las maldiciones e ineptos para comprender las magnas ceremonias que las crónicas de mi pueblo registran con minucia, en rudo pero vigoroso estilo.
¡Ah! Yo descendía de bárbaros que habían robado de naciones adyacentes cierto pulimento de modos, pero mi suerte estaba decidida por sacerdotes semisalvajes que pronosticaban, ataviados de túnicas bermejas, desde unas rocas asombradas por gigantes palmeras.
Pero ellos -mis antepasados- si estaban aherrojados por rigideces inmemoriales en punto a espíritu, eran elásticos, raudos y seguros de cuerpo.
Yo no heredé sus virtudes.
Soy desmañado, camino lentamente y balanceándome por los hombros y adelantando, no torpe, mas sí con moroso movimiento un pie, después otro; la silenciosa locura me guarda de la molicie manteniéndome alerta como el soldado fiel a quien encomiendan la custodia de su destacamento, y como un matiz, sobrevivo en la indecisión.
Sin embargo, creía estar signado para altas empresas que con el tiempo me derribarían.
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© Rafael Cadenas